Por Beatriz Maturana | Académica de la Universidad de Chile Facultad de Arquitectura y Urbanismo | Directora del Instituto de Historia y Patrimonio
La lucha era contra la “dictadura” y quién podría dudar que, puesto de esa forma, la lucha era legítima, más aún si consideramos que en mi infancia, los sucesos previos al gobierno cívico-militar eran romantizados para hacer prevalecer la idea de un socialismo bueno, ocupado de los pobres y una derecha egoísta y violenta. Los trabajos voluntarios realzaban lo colectivo en pos de un paraíso nunca visto. Y ¡qué joven no querría ser parte de una épica que anunciaba “la nueva alborada, todo Chile comienza a cantar”!
Así, el paso a ser militante de las Juventudes Comunistas (JJCC) cerca del 1984, fue natural, y ayudaba a esto el discurso de las violaciones a los DDHH, donde los miembros de la izquierda eran siempre las víctimas, sus activistas héroes y quienes no pensaban como ellos “lacayos del capitalismo”.
En la medida que mi participación creció, fui testigo de la homofobia, del sexismo y del odio de una doctrina que promueve que el fin justifica los medios, cualquier medio. La lucha era “permanente” me dijeron, tal como hoy 40 años después.
No fue convincente la respuesta cuando propuse invitar a que se unieran a la JJCC a mis jóvenes vecinos. Ellos eran homosexuales y, por ende, gente no confiable, fue la respuesta. A mis dudas yo anteponía la justa causa por el retorno a la democracia, aun sabiendo (tímidamente) que yo sería opositora a estos partidos si alguna vez llegaran al poder.
En 1987 me convertí en inmigrante en Australia. Allí, en el centro de acogida en Sydney, conocí a refugiados que escapaban del bloque soviético—los gusanos, los amarillos, los fascistas y traidores según la izquierda—. Gente humilde, que relataban sus miserias sin rencor. Familias con hijos, pero donde el matrimonio vivía cada uno con sus respectivos padres por falta de vivienda, vivienda que consistía en bloques de departamentos con baños comunes por piso, en una perfecta integración social de la miseria.
En 1994, ya titulada de arquitecto y con práctica profesional en el Ministerio de Vivienda y Desarrollo, postulé a Australian Volunteers International, organización que promueve el trabajo de profesionales australianos en países en vías de desarrollo. Trabajé en la Universidad de Ingeniería en Managua, Nicaragua, país que se batía entre la democracia y el fervor postrevolucionario instigado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que controlaba los medios de prensa, Universidades públicas e instituciones gubernamentales, y que recibían donaciones de los países que apoyaban la “revolución”, las que terminaban en manos de los dirigentes, mientras los escombros del terremoto de Managua de 1972, aun cubrían el centro de la capital.
En 2012 volví a Chile a cumplir labores académicas, país que en ese momento parecía lleno de oportunidades. Sin embargo, a la decepción que producía la manipulación política de la izquierda en todo ámbito se sumó el 18 de octubre.
Los daños ocasionados por la destrucción de servicios e infraestructura tales como el Metro, hablan de una maldad desatada. Desde mi experiencia como vecina del barrio Lastarria, el incendio intencional de la Iglesia de la Veracruz, entre muchos otros, atentó contra la historia que nos une (creyentes o laicos), contra nuestra convivencia ciudadana y nuestro sentido de identidad y memoria como habitantes de nuestros barrios y ciudades.
Mi experiencia académica en Chile y la insurrección del 18 de octubre, pusieron punto final a cualquier afecto que pudiera haber quedado de mis años comunistas.
No me gustó para nada la encuesta que hicieron en la Plaza de Arma, la podrían repertir por favor, un